En el suelo palentino
vistiendo a Castilla
de verde,
entre un cielo azul
añil
y una tierra ocre
mostaza,
hay un pueblo que
solaza
al espíritu febril,
donde la prisa se
pierde
marcando al sosiego
camino.
Abre el oriente un
postigo
al despuntar la
mañana:
un campo pleno de luz,
de hierba fresca y de
siembra;
llama el jilguero a la
hembra,
bate sus alas en cruz
del color de la
avellana,
con el sol como
testigo.
Desde el otero, en el
valle
la vega estalla de
vida:
patata, alfalfa, judía
y trigo que ondula al
viento;
y el campesino, en su
aliento,
riega, cava y porfía
con su espalda
dolorida
a golpes de azada y
dalle.
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Más al norte, la
montaña,
escudo de roca y mata
y en su falda,
discurriendo,
el Pisuerga en su
caudal,
despensa de caña y
sedal
que, sus brazos
extendiendo
como serpientes de
plata,
nutre el terreno y lo
baña.
El río se escapa a lo
lejos;
en corriente o
retenido
parece que siente la
pena
de dejar estos
lugares.
Por huertos y por
salgares
en sus riberas resuena
de la campana el
tañido
que está llamando a
concejo.
Se suceden las horas
una a una
en una cadencia que ni
noto;
un manto oscuro ocupa
tanto espacio
que separa la iglesia de sus
gentes;
ya no veo ni las casas
ni la fuente,
la noche se hizo dueña
muy despacio
y sobre los chopos del
soto
empieza a brillar la
luna.
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